domingo, 2 de marzo de 2014

Valio la pena el chocolate II



Segunda parte de la colaboración de Héctor. Vereis, vereis... :
Carmen suspiró cuando se quedó con el culo al aire. En efecto, el aire sobre la castigada piel de sus nalgas fue como una caricia, unida a la que sentía mientras el director le bajaba las bragas, haciendo que la seda se deslizase milímetro a milímetro sobre la piel. Cuando la suave tela quedó detenida un poco por encima de las rodillas, él la soltó y volvió a llevar la mano hacia arriba, recorriendo lentamente los muslos y metiéndose de vez en cuando entre éstos antes de llegar a las nalgas.

 Y entonces, cuando ella cerraba los ojos imaginando mil sensaciones en esa parte de su cuerpo que él contemplaba a su gusto, llegó el primer azote sobre la piel desnuda. Y con él el grito. Carmen no tuvo tiempo de acabar un grito antes de empezar el siguiente pues la mano volvió a caer sobre su trasero a una velocidad de vértigo. Una y otra vez, como si antes de levantarse ya hubiese caído de nuevo, hasta que de repente el dolor se interrumpió y se reanudaron las caricias.

 La alternancia de azotes y caricias continuó, y en algún momento Carmen llegó a sentir un dedo en su interior que le hizo, momentáneamente, olvidar el dolor de los golpes y realmerse los labios de gusto. A continuación, el director le mandó ponerse de pie. ¿Había terminado ya el castigo? Le había sabido a poco.

-Jovencita, desfáldese y desbráguese.

 Carmen obedeció, dejando ambas prendas sobre la mesa y mirando desafiante al director.

-Ahora abra ese cajón y elija el instrumento con el que continuará el castigo.

¡El castigo seguía! Carmen no sabía si sentirse complacida o irritada cuando abrió el cajón y eligió una vara. El cepillo le imponía demasiado. Se dirigió hacia él, tendiéndole la vara con una sonrisa en los labios y sintiendo su vello púbico erizado.

-Póngase en ángulo recto sobre la silla.

Jo, no veas qué corte, tener que estar ante él sin bragas, con el culo como un tomate y la entrepierna hecha un pantano. Encima, no podía dejar de jadear, jo, estaba toda roja, y ahora, encima me tenía que poner de culo en pompa. En fin, con tal de evitar que avisaran a mi padre…

Los varazos se sucedían rítmicamente, primero Carmen sentía la vara suavemente en su piel, explorando la zona que había de ser golpeada, y un momento después el estallido. Ahora estaba demasiado cansada para gritar y eran apenas gemidos entrecortados lo que salía de su boca. Tal y como él le dijera, había llevado la cuenta de la primera sesión de azotes: diez sobre la ropa exterior, diez sobre la interior y treinta sobre la piel desnuda, y en la segunda ya habían sido cuarenta cuando él dejó la vara sobre la mesa y volvió a usar la mano para los diez últimos.

El ardor que sentía Carmen por todo su cuerpo en general y ya sabemos dónde en particular subió varios grados cuando él le rodeó la cintura con el brazo izquierdo y volvió a palparle las doloridas nalgas con la mano derecha. El primero de los últimos azotes pareció tardar una eternidad, pero cuando llegó se hizo notar con fuerza, y la caricia subsiguiente fue larga. Carmen volvía a sentirse húmeda y caliente, una humedad y un calor que envolvían las partes desnudas de su cuerpo como ninguna prenda de vestir las hubiera envuelto. La piel del culo le ardía y ese fuego se aplacaba milagrosamente cada vez que la misma mano se desplegaba, cubriendo y acariciando toda esa redondez.

La verdad es que he castigado a muchas alumnas díscolas en estos últimos años, pero Carmen Ruiz fue algo especial. Tenía unas piernas tan esbeltas y unas nalgas tan redondas que pocas veces me he sentido tan desafiado por una mujer. Nunca la olvidaré echada en ángulo recto sobre la silla, con ese jersey color cereza y esos calcetines blancos hasta casi las rodillas, una imagen realmente deliciosa. Creo que los últimos diez azotes duraron más que los noventa anteriores porque no quería dejar de tener ante mí una imagen de tal belleza.

Carmen ya no jadeaba ni suspiraba, y la mano del director estaba ya tan roja como las nalgas de ella.

-Levántese.

Jo, yo estaba ya hecha polvo, estaba rota, tan rota, que no me importaba estar ante él con el culo al aire. Y cómo me miraba el cabroncete. Ya se veía lo a gusto que estaba. Pero por muy rota que me sintiera, no podía evitar dejar de mirarle con aire de desafío, creo que no sólo mis ojos, toda la parte de mi piel que estaba desnuda le desafiaba.

-Ahora abra ese armario.

¿Qué se le habría ocurrido ahora? No sé qué era más fuerte en mí, si mi resistencia o mi curiosidad. La primera, quebrada, la segunda insatisfecha. Pero con paso firme –todo lo firme que podía- me dirigí al armario y no veas qué sorpresa me llevé al abrirlo.

(Continuará)

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